En algunos casos injustamente catalogado como almacén de chatarra, este espacio único está cargado de historias, de nostalgia y de fantasía.

Pero estando atentos, en esta especie de desierto inhóspito, también se oye en la distancia el latido amortiguado de las emociones que han acompañado de un lado a otro los viajes de estos trenes bolivianos. Por aquí discurría una línea de ferrocarril que comunicaba Uyuni con Antofagasta en el Pacífico, un trazado que transportaba hacia el mar el estaño, la plata e incluso el oro con los sueños que el destino ponía en la yema de los dedos del pueblo boliviano.
Al final, desdibujado el camino al mar, las máquinas se desorientaron en el desierto y, perdidas, dejaron de echar humo y no volvieron jamás a deslizarse sobre raíles antes de abandonarse a reposar en este lugar para ser corroídas por el óxido. Es el cementerio de los trenes olvidados.
En esta esquina del desierto en la que se acumulan lamentos oxidados y recuerdos mortecinos, se van llenando de polvo las ansias y duermen las esperanzas desdibujadas por el paso del tiempo. Entre esa maraña de herrumbre, sigue colándose un aire limpio por encima del ruido de los hierros maltratados.
Ruedas agotadas, ruedas frenadas por falta de empuje y enterradas de cansancio, ruedas sin fuerza que no van a ninguna parte, ruedas que han llegado hasta el final en busca de su propio reposo, ruedas decepcionadas, resignadas, dispuestas para siempre a descansar.
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